De Hospitales (1994)

De Hospitales  (1994)

Entro al hospital apresuradamente, por su escalinata de granito que suele ver pasar a los dos extremos de la vida, los bebés que llegan y los viejos que se van. Los hospitales siempre me han producido fascinación— algo que nunca confieso públicamente por que podría interpretarse como morbo.

En este hospital hay una gran cantidad de gente. El olor de la cafetería domina la planta baja y la recepción, donde también hay una tienda donde venden osos de peluche, aspirinas, pantuflas.

Mi tía no está en su habitación pues la sacaron para hacerle unos estudios después de una operación; mis parientes van y vienen. Hemos estado aquí varios días ya; esto se ha vuelto una especie de rutina de oficina. Entro una vez más a la sala de espera, donde se ve la puerta del baño abierta, al fondo.  Una  señora desconocida está en esa salita de espera viendo la tele. Está ahí a diario, sentada exactamente en el mismo lugar y con la misma ropa siempre. En cierta forma hemos convivido juntos todos estos días en el mismo lugar, pero nunca se molesta en saludarme siquiera y siempre actúa como si yo no existiera.

Hay un cuadro colgado— una escena de paisaje colonial pintada por un arquitecto que aparentemente le gustaba el arte como pasatiempo. No me interesa el cuadro. Pero hay algo acerca del baño que me atrae, quizás por la forma en que la luz se refleja en él, quizás por que hay una cierta presencia del pasado en su interior.

No he comido en todo el día. Al rato voy a bajar a la cafetería para platicar con un par de familiares que hace mucho no veo sobre la enfermedad de mi tía. La permanencia del enfermo en el hospital se convierte en una especie de fiesta prolongada, donde la gente que había desaparecido de nuestras vidas  regresa ante nosotros, y con ellas regresa el pasado. El verlos me suele recordar muchas experiencias de mi infancia, y ahora que lo pienso, vagamente aparece en mi mente — sin llegar completamente a definirse — la sensación de que yo soy otra vez ese niño.

La noticia de hoy es que vino el doctor y que dijo que le iban a hacer otro estudio a mi tía. Yo no entiendo como los doctores pueden decir tanto y no explicar nada.

Lo que más se me dificulta confesar es la forma en que los hospitales me relajan. Cuando me dijeron que mi tía estaba en el hospital me angustié y corrí,  pero una vez ahí me sentí muy cómodo y aliviado por su atmósfera. Este baño, de nuevo, por ejemplo, es rarísimo, pero me transporta a otro tiempo y casi sin hacer esfuerzos puedo convencerme de estar en el sanatorio Durango, o en el hospital Infantil, o en el Inglés (yo nací en el Inglés). No podría decir que siento por los hospitales lo mismo que por los hoteles, pero reconozco que me producen placeres similares a ratos. Parecería contradictorio: los hoteles son lugares únicamente de placer y de sosiego. No tienen el contraste glacial, nítido de los hospitales, donde se ven salir a la gente recuperada de enfermedades terribles, felices de vivir, de estar respirando, mientras que otros están desahuciados. Es el contraste de ver a los bebés nacer y ver la felicidad de sus padres,  mientras que, en ese mismo momento, otros en ese mismo edificio están muriendo. Pero por otra parte el huésped de un hotel no puede apreciar de lleno su privilegio porque no se encuentra cerca de lo que es la muerte. No sé por qué a veces es un alivio para mí constatar que la muerte no ha llegado, pero creo que tiene algo que ver con mi obsesión por llegar temprano a la estación del tren y confirmar que el tren no ha llegado a estar en la casa ansiosamente esperando a ir a la estación. En caso de que esto no haya quedado claro, el hotel es para mí la casa, el hospital es la estación.  Pero sé que la felicidad en ignorancia no es felicidad, y que la felicidad ante la consciencia de la infelicidad de los otros sólo es posible para los desalmados. Por eso siempre le he tenido temor a las emociones. Quizás por ello solo puedo aspirar a estar pendiente, en esa sala de espera, enfrente de la señora desconocidas con el cuadro mediocre del arquitecto, con esas luces fluorescentes del baño, con esas paredes y pisos de granito que evocan en mí los domingos familiares cuando íbamos a la Flor de Lis a comer tamales con mi tía.

La memoria es una sala de espera.