Rodolfo Limonini

Rodolfo Limonini is my earliest heteronym. He was born around 1985 and his poems have appeared sporadically  with an increase of production—always in Spanish— mostly beetween the years 1994 to 2001.

Rodolfo Limonini es mi heterónimo más temprano. Nació hacia 1985 y sus poemas han aparecido de forma esporádica a lo largo de los años, con un incremento de producción entre los años 1994 y 2001.

A continuación va su biografía y algunas obras.

RODOLFO LIMONINI
(1962- ?)

Rodolfo Limonini, nacido en Uruguay en 1962, creció en Lagos de Moreno,
Jalisco, hasta los quince años, edad en la que se convirtió en el líder
absoluto del Movimiento Ant-Cristero y Anti-Todo, el cual duró tres días y
medio. Limonini se trasladó a Ciudad Victoria, donde inauguró la revista
Algodones, así como un teatro de ópera y tres salones de fiestas
infantiles. Estudió ingeniería hidroeléctrica en la universidad de las
Américas, sociología medieval en la universidad de  Albuquerque y técnicas
militares en la universidad de Tanzania. Se ha casado trece veces. Ha
publicado catorce libros, entre ellos: “el turbán de Allen Ginsberg” y
“llamas que llaman”. Es ahora gerente general de una fábrica de biberones en
Dayton, Ohio. Escribe para los periódicos Il Corriere de la Sera y el
Washington Post.  Este nuevo libro de poesía (Malvaviscos Rostizados) reúne
sus poemas de su etapa borracha.

El Coco ( I )

Anduve en ascuas,
coloreando exquisitos corn flakes con Miguel Angel,
sin saber que la regla dorada no había sido
sino una triste mentira de mi tío abuelo cuando fue a Beliorrusia.
Desde el día en que el perro periodista me lo dijo
al ver mis engalanadas décimas visuales,
supe que las escaleras del futuro estaban todas embadurnadas
de un aceite viscoso invisible, indecible, burlón.
Cual malvavisco de azúcar que tocas y se hace duro,
(oh nubes bestiales
de armas atómicas y deseos felices)
mis ganas de nadar se fueron al pozo
y mi canción de mayo entró al repertorio del organillero.
Y ahora, eso sí, uso gorros de colores
porque esos sí se venden en las tiendas,
y aunque uno tenga que masticar tabaco en los puertos franceses
no cabe duda que tragar uvas a fin de año sirve,
o al menos nos ayuda a creer que estamos en pos de algo.

Tropicalia (I )

Era el final de la temporada de los colorines
y por eso ya no nos los podíamos retacar en la nariz.
Me encantaban todas las casas veraniegas del pueblo
pero no podía ni comprar un twinky, le dije con horror a la avestruz.
Ella no entendió para nada lo que le dije;
en realidad nunca había entendido nada, a pesar de que yo creía
que la coca-cola sabe igual en todos los países.
Pero no: ni yo había leído cuidadosamente a Schopenhauer
ni ella podía lavar en una semana inglesa
los tinacos eternos
de una telenovela azteca que aún definía mi vida.
Ni modo, vayamos a bailar, quizá a jugar canicas,
podemos comer algunas croquetas también,
pero olvida para siempre la idea de que compremos un zipper
para reparar los hoyos de la cama.
Cada que pasa un trailer de mudanzas o de plantas tropicales
presiento que tenía razón,
pero en el fondo se me hace que estaba equivocado:
¿qué tal si en vez de tinaco
hubiese conseguido un sifón sencillo?

Sello de agua

Según la posteridad
-que siempre se equivoca-
lloré quinientos setenta y cuatro días,
con trece horas y veintiún gatos,
sólo porque ese era el récord
para los enfermos crónicos de malaria
a quienes se les quemó el bisquet en la mañana
de sus vidas absurdas.
Pero no lo hice por vanidad, como repetí inutilmente
ante las cámaras universales y locales:
uno llora por que hay que llorar,
porque los bolsillos duelen, por que las ventanas
nos entristecen con sus pésimos paisajes,
o porque se nos murió nuestro camaleón mascota.
Eso sí me duele.
¿De qué me sirve lamentarme por un cuarteto de cuerdas
que no llega a la estación adecuada en sus vidas,
o porque una camiseta regalada
de repente tenga manchas de chile chipotle?
Lo peor es lo que realmente
nunca pude ver.

ARTSY PARTSY

a G.P.

Odio y amo. No me pregunteís por qué, pero así es. Y sufro.
—Catulo

Que gélida es la manivela
cuando la leche se rescalda en estas fiestas.
Y luego cuando todos se exaltan
surgen ilusiones imprevistas.
A lo dicho, pecho.
Checar qué importa,
si al bollo no se le hace torta.
Aspartame, señorita, no es la solución:
ni adelgaza una como palote con un piropo
ni con quesón ni requesón.
Qué fachoso y cómo vino, oye,
secretean las chicas millonarias.
Se rumora que los sonetos que escribo
tienen fachada de quesadilla
Y que vivo de biberones
al borde del acantilado.
Lento gravito hacia el rincón de la fiesta
a ver las estrellas con las que tanto me asocian,
y no siento nada, sino más bien
un vago deseo de apretar
varios senos semi-revelados que pasan.
Pero mi pobre letanía de gran señor
Y mis rimas e himnos de amor
no riman con mis lonjas:
son sueños quiméricos de algodones hiperbólicos
y mis castillos se caen al aire
al ver mis jeans con manchas de mostaza.
Mejor sería, en estos momentos,
trabajar como talador de miel
o como ladrón de joyas
o gigolo de ojos bellos
y ladrar como los otros ladran.
Vienen ahora como ideas usadas
a leguas de mí y de mi constancia.
Y sin embargo, como dice el romano,
inexplicablemente,
Odio y amo los flamingos que me ignoran.
Y aunque por momentos les gusten
los arrieros con sucios arneses,
coloniales  al fin somos, con leyes reveladas,
y la bulla, si bien a ratos divertida,
no acaba concordando conmigo,
porque al fin, el vino se les pasa
y con él, la dolce speranza.

NADIR

Hubo, en su tiempo, un café
al que llegamos cuarenta y siete cocineros
para preparar huevos acorralados en fa.
Sólo tú y yo sabíamos
que nunca se cocina nomás por nomás,
y sabíamos
como buenos acróbatas empedernidos
que la cuenta llegaría, tarde o temprano,
con o sin sonrisa.
Pero el tournedós nos sabía demasiado a fuentes romanas
como para dejar nuestras carreras
soñadas desde edades barrocas.
Sucedió lo siguiente:
llegó un chino vendedor de albercas,
vinieron los de la telefónica con sus latas e hilos,
como los que se amarran a los carros
en historias que bien acaban, tú lo sabías,
y realmente no había manera alguna
de que yo dejara la cuerda floja
y aún menos con la charola de merengues en mi mano.
Tampoco se podía, como querías,
hacer de trenzas corazón
y lanzar juegos pirotécnicos
con la cara de Morelos y Pavón.
Malabareábamos lágrimas ,
tomamos taxis infinitos de un extremo a otro,
agotamos las gomas de borrar del pueblo
tratando de borrar nuestros errores
y ponerlo todo en claro, pero fue inútil:
las arañas se nos trepaban por las gargantas,
la crema facial, antes ebúrnea rosa,
en grasa zapatesca se volvió.
Por infantilismo metí tu ropa negra a la secadora
y ante mis dolorido ojos desapareció, burlona.
Aunque ya había expirado el yogurt
y no había más espuma en la alcantarilla
necio traje el equipo de buceo,
y hasta la máquina de recitación.
Pero ni las velas, ni las tarjetas navideñas
podían regresarnos
al chino con las albercas,
ni los edificios coloridos de los art decó treintas,
ni las camas hechas con teléfonos públicos,
ni los rusos blancos en la penumbra,
ni al vendedor de croquetas eternas
ni al danzante de rap
ni las conversaciones en la catedral
ni los pimientos rellenos en el hospital
ni a nosotros mismos en la cuerda floja.
Era parte del menú de comida corrida,
y que su precio jamás concuerda con la realidad.
Hastiado, y a la vez, hambriento,
no quiero seguir comiendo ni quiero dejar de comer,
no quiero seguir cocinando ni quiero dejar la cocina,
ni pienso decirte ya nunca, como planeaba,
que nunca he tenido sentido del gusto
y que en mi caso,
comer un filete o un trapo es lo mismo.
pero eso sí: no me digas nunca
que abriste tu propio restorán chino
con una alberca.

Cleptomanía

Soy cleptómano de sueños de embarazo,
de eternos pirulís italianos sin brazos robustos,
supe que podía tragar rieles sin romperme la aorta,
sin temer los marcapasos subí nubes y bajé rosas.
Hice llorar a muchas mariposas, algunas
incluso prefirieron dejar de ser mis experimentos de Roscharch
y se cerraron para siempre. Sus madres me culpan, diciendo
que yo, el fundador del club de los robadores de lámparas rojas
merezco la guillotina. Quizá, pero solo en un mundo bueno,
no en este charco de tripas con alcohol,
de promesas que se regalan en los clubes sociales.
Y además qué le voy a hacer: estoy enfermo,
de aquello que no es enfermedad, sino manía,
aquello que no es excusable por ser obra de Dios,
sino por obra de todos. Aún así, yo no inventé los malvaviscos
ni la lavadora de ratas.
Existo: ése es mi problema.

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