La Entrañable Transparencia (2003) ensayo sobre La Habana

Pablo Helguera

La entrañable transparencia

(Extravíos artísticos por La Habana)

Aquí todo parecía otra cosa, creándose un mundo de apariencias
que ocultaba la realidad, poniendo muchas verdades en entredicho.

Alejo Carpentier, Los pasos perdidos

The past is like a foreign country: they do things differently there.

LP Hartley, The Go-Between

Para Marta

En “La invención de Morel” (1940) de Adolfo Bioy Casares —una de las grandes novelas latinoamericanas del siglo veinte — un prófugo llega nadando a una isla buscando refugio. En ella, descubre la presencia de un grupo de personas en una sección de la isla y, temeroso de ser descubierto, comienza a espiar de lejos sus actividades, sus fiestas, sus conversaciones y reuniones. Después de algunos días, sin embargo, comienza a observar que las acciones y diálogos de los personajes son los mismos y que de hecho, estos se repiten de forma idéntica cada semana. Finalmente, descubre que aquellas personas no estan ahí en realidad, sino que son proyecciones tridimensionales que toman lugar en los mismos lugares. La proyección eterna en “loop”, sale de un misterioso museo localizado en el centro de la isla. Todo resulta ser un sofisticado proyecto de un cierto doctor Morel, quien ha ideado el proyecto de retener para siempre en aquella isla un fragmento de la vida de un grupo de sus amigos, una repetición de sus actividades proyectado eternamente como un paraíso privado por las maquinarias cinematográficas que están diseñadas para operar por los siglos de los siglos. En una explicación de su proyecto a sus amigos, Morel habla de su selección de la isla como el lugar idóneo para la creación de esta utopía:

“he tomado algunas precauciones —físicas, morales— para su defensa: creo que la protegerán. Aquí estaremos eternamente (…) repitiendo consecutivamente los momentos de la semana y sin poder salir nunca de la consciencia que tuvimos en cada uno de ellos, porque así nos tomaron los aparatos; esto nos permitirá sentirnos siempre en una vida nueva, porque no habrá otros recuerdos en cada momento de la proyección que los habidos en el correspondiente de la grabación y porque el futuro, muchas veces dejado atrás, mantendrá siempre sus atributos”.

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Llego por primera vez a La Habana en medio de la preparación de los eventos de su octava bienal de arte, el evento internacional que este año se realiza con muchos menos recursos que costumbre y con un boicot de parte del mundo del arte en respuesta a la encarcelación de los intelectuales disidentes ordenada por Castro a principios de este año. Aún así, llegan turistas de todas partes del mundo, caminando por las calles a ver arte y a gastar dólares —sin duda la motivación principal del estado para promover una bienal como ésta. El turista cultural es un animal raro, siempre ansioso de adquirir experiencias exóticas, pero generalmente con poca imaginación y sentido de aventura. Cuba es una destinación ideal, pues ofrece riqueza cultural, clima caribeño, y sobretodo un irresistible atractivo como fruta prohibida turística. La gran mayoría de los turistas se quedan en hoteles y se limitan a visitar las sedes establecidas de la bienal, las zonas restauradas del casco colonial, y otras atracciones como la casa donde Hemingway pasó sus últimos días, así como La Bodeguita del medio o el Floridita, los bares que el escritor frecuentaba ( Hemingway ya es desde hace tiempo una figura incorporada al folclor local, bien aprovechada por la industria turística cubana).
Ese tipo de itinerario turístico no es mi caso, pues me quedo con una familia y termino estableciendo lazos con cubanos cuyas vidas cotidianas por lo general están escondidas de los visitantes. La tía Hilda, por ejemplo, me da lecciones de economía doméstica. Me muestra, para que lo vea con mis propios, su libreta de racionamiento, y me dice: “vas a ver, voy y vengo a la tienda para que veas para lo que sirve”. Regresando de la tienda, efectivamente me muestra, quejumbrosa, su ración mensual: cinco libras de arroz, una libra de frijol, una pequeña botella de aceite, azúcar, café, y seis huevos. La tía Hilda recibe 90 pesos cubanos como pensión, que equivale a cuatro dólares. Los productos que se venden en las tiendas de divisa (en dólares) tienen prácticamente el mismo costo que en los Estados Unidos. Los cubanos que no reciben remesas de Miami o no tienen otra entrada fuera de la de sus trabajos oficiales, tienen que ahorrar años de sus vidas para poder comprar algo así como una televisión: Los costos de las cosas, y el bajo nivel de adquisición de la moneda, es un tema constante en la vida de los cubanos. Los restaurantes cobran cantidades que son relativamente comparables a un restaurant en otras partes de latinoamérica, pero que para un cubano son exorbitantes — una comida en un restaurant turístico para un cubano cuesta aproximadamente lo que para un turista equivaldría a $1500 dólares. No es de sorprenderse por ello que los cubanos busquen maneras clandestinas de obtener dólares. Ese es el caso del cubano que me lleva al aeropuerto, a quien contrato en la calle tiene un Buick amarillo 1955, prestado, que “renta” por $150 dólares al mes (nominalmente, él gana $10 dólares al mes). En lo que me lleva al aeropuerto, se asegura que recuerde que su esposa se llama Vivian, que nos conocimos en Houston por cuestiones de trabajo, que soy amigo de ellos. Tenemos que repasar la historia por si la policía nos detiene y nos interroga para averiguar si efectivamente lo estoy contratando extraoficialmente.

Una noche, a las tres de la mañana, me encuentro caminando sólo por las calles de centro Habana, y después de un tiempo me doy cuenta que estoy extraviado. En mi errante recorrido, me llama la atención que las lámparas de los interiores casi siempre sean fluorescentes, dándole a la ciudad y a la gente una iluminación verduzca y mortecina. En eso, una mulata de nombre Maria Mercedes, se me acerca diciendo que es su cumpleaños y que sus amigos nunca la vinieron a encontrar para festejarla. “¿no me acompañas? Me siento sola”. He visto a estas alturas ya varias situaciones en que muchas mujeres cubanas están dispuestas a servir de “escorts” para los turistas americanos aunque sea por unos cuantos tragos. A punto de decir que no, reflexiono por un momento sobre mi condición de extravío y le propongo que la acompaño si me encamina a la dirección donde me estoy quedando. En lo que caminamos por las casas derruídas y paredes descarapeladas en medio de uno de los frecuentes apagones de la ciudad y prácticamente en total oscuridad, pasamos por el malecón y vemos a las parejas de enamorados sentados en las bardas de concreto, mirando al mar. El mar y el cielo, sin embargo, son casi completamente negros. Maria Mercedes mientras tanto me cuenta su vida, y yo le cuento la mía. Con los cubanos siempre se puede hablar de amor, de relaciones, de la vida en general, como si la apertura emocional fuera una válvula de escape para contrarrestar todo aquello sobre lo que no está permitido hablar con libertad.
Me despido de Maria Mercedes dándole una cantidad de dinero como regalo, para que se compre lo que quiera. “¿No quieres que nos tomemos un mojito?”, me pregunta. “No, gracias, -contesto yo- tengo que ir a dormir”. Entrando a mi casa, no puedo dejar de pensar en los enamorados. ¿Qué miraban? ¿Un horizonte que no se ve? Miraban, acaso, su deseo de ver un horizonte.

*

La Habana es quizá el lugar más distante del siglo veintiuno. Es la capital del pasado, pero no en términos de atraso o progreso, sino en términos de inercia temporal. La Habana desafía, rotundamente, la noción de que el tiempo global es colectivo; propone, más que ningún otro lugar, la idea bergsoniana que el tiempo es una dimensión vivencial. De forma casi estereotípicamente latinoamericana, esta ciudad cuestiona la noción lineal del tiempo: ¿estamos hablando de un pasado sin evolución, de un presente congelado pero presente al fin , de una extensión del pasado hacia el futuro? Nada es claro, como nada parece ser claro en La Habana en términos de realidad. Después de todo, ¿De cuántas realidades estamos hablando? La ciudad rinde cuenta de la mezcla de los tiempos, pero en su caso lo hace de una forma explícita que no se puede experimentar en ningún otro lugar. Hay definitivamente un elemento onírico en La Habana; para algunos puede ser un sueño, para otros una pesadilla. La extrañeza de la situación política, histórica, cultural, de Cuba inevitablemente genera situaciones igual de anómalas y diversas que me generan la sensación de existir dentro de una novela en constante autoescritura: cada incidente es material literario (¿Proust o Kafka?), así como cada imagen espontánea es una imagen fotográfica.

En la calle Obispo hay un hotel llamado “Ambos Mundos”. El nombre, me pareció, es la perfecta metáfora del hecho de que por lo menos, existen dos Habanas: una, la de los turistas, la construída cuidadosamente como un Matrix virtual que cumple el fin de satisfacer sus fantasías de exotismo y culpabilidad imperialista, y que para el estado funge como entrada principal de recursos económicos. Luego está la Habana real, que nutre su economía ficticia a través de la presencia del dólar. Sobrevivir en Cuba es un milagro, y de formas inexplicables esta sobrevivencia se consigue gracias a la prodigiosa creatividad de sus habitantes por una forma de vida que, legal o no ante los ojos del estado, los mantenga a flote. Las dos realidades coexisten de formas profundamente contradictorias y a veces incoherentes, generando una lógica local que parece ser una combinación de las leyes que el estado hace y deshace cuando le conviene, y la forma en que los cubanos se van acomodando en relación a ellas. Como en The Matrix, la vida de Cuba gira en torno al hecho de que hay una realidad convencional y otra, la verdadera, que no conocemos, pero que esta presente y se va manifestando en lo que se desquebraja la ficción del sistema. La realidad “oficial” del turista es la Cuba exótica y pintoresca, donde el pueblo se convierte en un elemento más de la vitrina museográfica de la Habana vieja. La realidad “oficial” del cubano es la igualdad social otorgada por la revolución, y la noción, prácticamente inadmisible ya, que es posible subsistir con el sistema económico del país.

Las dos frases citadas al principio de este artículo fueron escritas el mismo año, 1952. Fue en ese año cuando Fulgencio Batista realizó su segundo —y definitivo— golpe de estado en Cuba, y cuando un joven abogado llamado Fidel Castro presentó una denuncia ante el Alto Tribunal de Cuba por violación de la Constitución, exigiendo el restablecimiento de las garantías constitucionales. En 1952 también comienza la planeación del frustrado asalto al cuartel Moncada, que da inicio a la revolución cubana, y el eventual ascenso de Fidel al poder. La obtusa relación con el tiempo y la realidad a la que aluden tanto Carpentier como Hartley en sus respectivas frases —refiriéndose a otras cosas, por supuesto— no dejan de hacerme reflexionar que en Cuba comenzó a operarse desde esa época una relación con el tiempo y el espacio social que hoy en día es tan entreverada que para el visitante externo es casi incomprensible. Cuba es un lugar donde siempre parecen haber ambivalencias temporales, económicas, de veracidad, de interpretación.

Si bien Cuba es en muchos aspectos un enigma, lo que es indudable es que el destino de la isla —como lo es en el caso de la isla imaginaria del doctor Morel, o si se quiere, en la del Doctor Moreau de H.G. Wells— sigue determinado por la figura definitoria de Fidel. La presencia de Fidel en la vida del país se incrementa con el hecho de que en Cuba prácticamente no hay anuncios comerciales, sino en cambio vallas y letreros que contienen frases del comandante en jefe y lemas de la revolución. La televisión, fuente inagotable de propaganda revolucionaria, muestra cosas antes el discurso de Fidel en Jamaica, o un documental infinito sobre el viaje de Fidel al Congo, que los eventos primordiales a nivel internacional. Esto, añadido a la ausencia de cualquier tipo de periódicos o revistas internacionales, y con el uso restringido del internet, fácilmente hace que cualquiera pierda contacto con el mundo exterior, y que la voz de Fidel se imponga como la última palabra en prácticamente cualquier tema de relevancia internacional.

En contraste con su cierre casi total a la comunicación con el exterior, el gobierno hace toda clase de gestos para demostrar hay una voluntad de armonía y apertura internacional, y la bienal se convierte en un foro para demostrarlo. El “concierto de la bienal por la paz”, que está anunciado en el parque John Lennon, y se nos invita como artistas, es el evento oficial principal de la bienal. A la entrada del parque, vemos los mercedes negros que supuestamente Honecker le regaló a Fidel en los ochenta. La seguridad es por lo general más estricta que en otros eventos oficiales, y sin embargo nos sorprende encontrarnos a unos metros de Fidel, quien está sentado en primera fila, sin demasiada protección, entre el público, escuchando a Silvio Rodríguez cantar. Las cámaras —que parecen ser cámaras de televisión rusa de los sesenta—muestran constantemente la enorme imagen aprobatoria de Fidel, quien a sus setenta y siete años y su eterno traje militar, proyecta una solidez envidiable.

Muchos cubanos lo defienden incondicionalmente. Estando de visita en una casa familiar en Alamar, un suburbio proletario de La Habana, donde viven dos amigos, José y Ana, vemos en la televisión un documental aparentemente eterno con imágenes incansables de la sierra maestra, el Ché con Fidel, Camilo Cienfuegos, la voz del Ché dando un discurso (las únicas dos ocasiones que ví la televisión apareció en la pantalla el mismo documental). Viendo las imágenes, José me cuenta acerca del período especial (después de la caída de la Unión Soviética) cuando la comida era tan escasa que conseguir carne era un lujo, miles de cubanos fueron enviados a los campos a sembrar, y dada la carencia de jabón la ropa se lavaba con sebo y potasio. Y sin embargo, para José estos son limitantes necesarios para justificar un país igualitario donde todos reciben educación y atención médica gratuita. Es claro, en este contexto, que el embargo estadounidense, que afecta cruelmente a la población, no hace sino fortalecer al régimen de Castro y convertir a Estados Unidos en el chivo expiatorio de las penurias del país.

Le pregunto entonces a José, quien vive en ese departamento pequeño con su esposa y apenas gana lo suficiente para sobrevivir, acerca de lo que pasará cuando muera Fidel. “Nada, esto va a continuar, Pablo. El pueblo apoya el sistema. Yo luché por esta revolución, y yo te puedo decir que este es el mejor país del mundo.”

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Fiel a la ambivalencia cubana, los artistas que estamos en Cuba para participar en la bienal de la Habana también parecemos insertados en una incómoda función dual: infiltrar nuevas ideas a la isla, pero también ayudar al estado a mostrar que en este país hay una apertura al arte internacional. ¿Somos instrumentos de un régimen, o podemos funcionar como catalizadores para la reflexión? Creo que estamos conscientes de nuestra doble función y dispuestos a desafiarla —ya sea con mayor o menor éxito. Hablar de la problemática política es el desafío que enfrentan también, y con mucho mayor riesgo, los artistas cubanos, que en general han desarrollado una sofisticada forma de sugerir las cosas sin tener que pronunciarlas — una habilidad artística caída en desuso en los lugares donde la libertad de expresión nos da tanto espacio para hablar que no sabemos usarlo. Un artista cubano, Wilfredo Prieto, creó una obra para la bienal titulada “apolítico”, consistente en una serie de banderas de los paises del mundo hechas en blancos, negros y grises. La primera impresión, que es la de estar viendo una película a blanco y negro (¿la documentacion de las olimpiadas de Berlín de Leni Riefenstal?), suele seguir de una reflexión acerca de el papel de las naciones y la política en un evento cultural de dimensiones internacionales. El arte cubano parece operar constantemente en un delicado balance entre la denuncia arriesgada y la lectura oficial. Ese es el caso de la obra de Tania Bruguera, quizá la artista más influyente actualmente en Cuba, cuya instalación en el museo de bellas artes trató de ser neutralizada por una lectura inocua por parte de la curaduría oficialista, pero cuyo efecto se mantiene intacto: un escenario vacío donde se oyen estruendosamente los gritos de las consignas revolucionarias. Como en las mejores obras de cualquier período, el poder de la obra radica no en lo que de dice sino en lo que se calla.

La mejor obra de la bienal de la Habana, a mi ver, no era precisamente una obra, sino una proyección que uno de los organizadores decidió colocar a la entrada del pabellón Cuba (uno de los sitios de la bienal). La película era una serie de ‘newsreels’ de propaganda cubanos de principios de los anos sesenta —poco después del triunfo de la revolución—, donde se anunciaban las nuevas escuelas de arte, la arquitectura moderna, el progreso inequívoco de la industria, la educación y el bienestar familiar en el entonces nuevo orden socialista. Tanto para los cubanos como para los extranjeros era suficiente ver el cortometraje para ver de inmediato los enormes contrastes entre lo que era la visión utópica de la renovación social que traería la revolución y lo en lo que esto vino eventualmente a ser.

El doble bloqueo cubano—económico por el exterior, de la información por parte del gobierno cubano— genera de nuevo la sensación que a los cubanos se les tiene sitiados constantemente con proyecciones de fantasmas, proyecciones del pasado encima del presente, lo que genera la a veces increíble incongruencia de aspectos de la vida cotidiana. Los eternos documentales televisados de la revolución cubana, la parálisis del país en un mundo con automóviles de los años cincuenta y edificios art deco que vieron su mejor época hace medio siglo, me hace pensar en la macabra idea utópica de Morel de retener un paraíso terrenal en una isla a fuerza de cerrarla al mundo y al tiempo. Las imágenes virtuales proyectadas y controladas por una maquinaria invisible para el visitante de la isla, equivalen al cierre de una sociedad al exterior como lo hizo Japón por siglos.

Pero el sistema de proyecciones no sólo transcurre en el interior, sino tambien ante los turistas culturales que visitan La Habana. La clase de proyecciones fabricadas, y sobretodo las que pude presenciar durante mi estancia en la bienal de la Habana- son de una Cuba pintoresca, con población en apariencia pobre pero felizmente solidaria, que muestran al turista su riqueza espiritual y cultural: el síndrome Buena Vista Social Club. Sabemos de dónde son los cantantes. ¿pero de dónde son los fantasmas? ¿Serán de la Habana?

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En un restaurant semivacío de la Habana vieja, un guitarrista se nos acerca y comienza a tocar “dos gardenias para tí”. Después de varios otros números, y conforme su presentación va alcanzando su climax, finalmente comienza a cantar la canción del Ché. Es una canción que muchos padecen al oirla, pero que yo, turista primigenio, no he oído en años, y que súbitamente me recuerda a mi infancia en los setenta, en las épocas en que se la oíamos cantar a Oscar Chávez en México y a los cantantes de la nueva trova:

Aquí se queda la clara
La entrañable transparencia
De tu querida presencia,
Comandante Ché Guevara

Otro cubano, que he notado que nos ha estado mirando desde la barra, y por lo visto ha percibido mi conmoción, se acerca y me regala una moneda de tres pesos cubanos, que lleva la efigie del Ché, y su lema hasta la victoria siempre. En esos momentos, me vienen las lágrimas a los ojos, sin entender bien por qué. Comienzo a reflexionar que el dilema que tenemos la mayoría de los latinoamericanos con Cuba es que, aparte de las injusticias del régimen, el deterioro de este país es lo que nos queda del intento de independencia de la hegemonía norteamericana, el último residuo de lo que en algún momento fue el deseo de una América latina independiente y poderosa como la soñaron Martí y Bolívar y Vasconcelos, el vivo recordatorio del gran fracaso de nuestro proyecto independiente de modernidad panamericana. Estas calles derruídas, estas antiguas mansiones y vestigios coloniales representan en su parálisis histórica algo que después de todo nos identifica con los cubanos, y que quizá no queremos reconocer. Para muchos cubanos, a pesar de todos los sacrificios y la exasperación por un sistema imposible de vida, persiste el natural deseo fundamental de saber que aquellos sacrificios no fueron en vano, que a fin de cuentas la noción de la revolución cubana tuvo un significado y que sus sacrificios encuentran la redención en ese significado. Quizá por eso para algunos nos cuesta tanto trabajo descartar la tragedia cubana como el simple resultado de la dictadura de Castro. Cuba ha simbolizado para muchos como el gran experimento de independencia y autonomía, aquello que latinoamérica algun día aspiró a ser, oponiéndose a las directivas económicas de norteamérica.

Cuba también es simbólico y significativo por el hecho que que su experimento, llevado a cabo a cuestas del sufrimiento del pueblo cubano, el cual es bombardeado diariamente por las proyecciones fantasmagóricas del régimen, no es tan distinto de cualquier otro sistema. Cuba nos ayuda a hacer, en distinta proporción, ciertas preguntas en relación a cualquier régimen político. Si bien en Cuba el sistema de propaganda manipula a la población, ¿no es acaso cierto de la propaganda del gobierno de Bush, su manipulación de la temática terrorista para beneficio de su agenda militar, corporativa y petrolera? Mientras que en Cuba la autocensura es el modus operandi principal de la población, en Estados Unidos es la promoción de la histeria colectiva, el temor de perder nuestro poder adquisitivo y nuestros privilegios de clase, y la capitalización sobre una indiferencia política a fuerza de nuestra adicción al mundo del entretenimiento y no al de las ideas.

Pero es difícil de mantener el romanticismo por la revolución cuando vemos como todo desenboca, tarde o temprano, en la vieja ambición capitalista. Esto lo veo en el hotel Cohiba, donde un amigo mío se está quedando. Encuentro un hotel de lujo kitsch, con pisos de mármol, mampostería con rojos y dorados, lámparas caras de mal gusto ( y donde a los cubanos les está prohibida la entrada, como en casi todos los hoteles en Cuba). En el restaurant hay un buffet con salmón, jamones, todo tipo de platillos y variedades de pan, algo inasequible en cualquier tienda de la Habana. Lo que me despierta de mi romanticismo es el oír de nuevo la canción del Ché, esta vez cantada por un trío romántico estilo Los Panchos, que se encuentra alrededor de la mesa de una señora americana que los oye con gusto (y seguramente, sin entender la letra). Pocas cosas me parecen más paradójicas que aquella escena. Me pregunto qué diría Carlos Puebla, el autor, de esta versión de su canción, siendo edulcorada y domesticada como un escenario turístico más. Pienso luego cómo incluso el mito de la revolución es un producto vendible en Cuba. La nostalgia por el mito del Ché, y la fantasía turística de vivir una simulación del inocuo sueño revolucionario, no le pasa desapercibida al estado, y esto se traduce en un sinfín de productos que se ofrecen para todos aquellos que tengan dólares (el artista americano Alejandro Díaz comprendió —y ejemplificó— perfectamente este hecho al realizar una obra para la bienal consistente en una bolsa que decía “I Love Cuba”). No es muy distinto de las ventas de gorras, broches, y otras reliquias comunistas que hoy proliferan en Berlín del este. Sin embargo, es particularmente irónico que el negocio de la nostalgia revolucionaria se erija encima de las ruinas de un país donde para muchos cubanos la idea de la revolución sigue siendo la base fundamental de sus creencias, sus aspiraciones, y sus esperanzas.

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Hemingway —a quien convendría releer tanto dentro como fuera de Cuba— famosamente cita a John Donne al principio de “por quien doblan las campanas” en que “ningún hombre es una isla” (no man is an iland/intire of it itself/ every man is a peece of the continent…). Yo me pregunto qué tanto como individuos, ya sea fuera o dentro de Cuba, seguimos operando como Morel y su película eterna, o aquella película de propaganda revolucionaria de los sesenta: nuestras proyecciones aisladas de lo que queremos ver en cada cosa sin mayor autoconsciencia de lo que nos conecta con la realidad. A riesgo de caer en otra clase de romanticismo, pero por no caer en el nihilismo, creo que no queda sino pensar que aun debe de haber alguna forma —acaso el arte, u otra cosa— que nos pueda ayudar a reencontrar el valor original de aquellas transparencias entrañables de las utopías puras, y lo que las originó en su primer lugar, que si bien no me equivoco tenía que ver más con nuestro bienestar colectivo que con nuestra salvación personal. ***

Nueva York, noviembre, 2003

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