Un Muro de Berlín Americano (2001)

 

 

Vigilia en Union Square, 14 de septiembre, 2001 (foto P.H.)

Vigilia en Union Square, 14 de septiembre, 2001 (foto P.H.)

 

Un muro de Berlín americano – 1

(diario de Manhattan)

(publicado en la revista paréntesis, diciembre 2001, y universes-in-universe, sept. 2001)

 

le silence eternel de ses espaces infinis me effraie

Pascal, Pensées

 

11 de septiembre, 2001

 

Despierto abruptamente. Miro por la ventana de mi departamento en el lado este de Manhattan, donde se observa una enorme nube de humo marrón. Sin saber bien qué hacer, salgo a la calle. Pasan corriendo hombres de negocios desaforados que tratan inútilmente de marcar sus celulares mientras gritan buscando taxis. Mientras me dirijo a un monitor de televisión para ver la tragedia que se desenvuelve a unas cuadras de donde estoy, veo las torres del World Trade Center derrumbarse junto con las vidas de miles de personas.

 

Me siento paralizado por sentimientos encontrados: incredulidad, confusión, shock. Revive un antiguo miedo de mi adolescencia, de cuando en 1985 un temblor cimbró la ciudad de México e incontables personas murieron bajo los escombros. Cualquiera que haya vivido un desastre natural sabe lo que significa el peligro cuando éste se presenta. Me mudé entonces a un país en el que pensé que nada de esto podría pasar, porque yo había crecido con la imagen de un Estados Unidos impenetrable, invencible. Esta vez mi antiguo miedo regresó con más fuerza que nunca, y con un significado mucho más cruel: no sólo lo volví a vivir, sino que esta vez había sido ocasionado no por la naturaleza sino por seres humanos.

 

Regreso a mi departamento sin mucha claridad y sin saber bien qué hacer. Solo mantengo un ojo vagamente atento a la vida de mi calle. Los oficinistas, que han sido enviados de vuelta a sus casas desde temprano, se cambian a su ropa del domingo. Poco después, hacia la una de la tarde, todos los bares y restaurantes están inusualmente llenos. La gente pasea sus perros como si nada pasara. Yo me quedo dormido en mi sofá. Cuando despierto, son las ocho de la noche. No hay nadie en las calles. Todos los comercios están cerrados. La ciudad que nunca duerme está sumergida en un silencio total, sólo quebrantado por las sirenas de las ambulancias.

 

12 de septiembre

 

Me despierto a las seis de la mañana. Me he quedado dormido de nuevo en mi sofá y he dejado todas las luces prendidas. El tiempo parece correr angustiosamente rápido. Por mi ventana entra un misterioso olor como de hule quemado que está por toda la ciudad. Salgo a la tienda a comprar algo, pero encuentro poco: la gente de mi barrio ha vaciado los anaqueles. La ciudad está clausurada al exterior, y no han dejado entrar a los camiones con mercancías.

 

Sintonizo las noticias, que me dejan un mal sabor en la boca. CNN ha creado un titulo para sus reportajes, »Ataque en América«. El título, hecho en diseños dinámicos, viene con una música sensacionalista que combina un tono nacional con uno dramático. Estamos, pienso, en medio del set de la película Independence Day de la vida real.

 

13 de septiembre

 

Trato de seguir mi rutina diaria. Llego a la oficina a las nueve de la mañana. Pero los acontecimientos de los días anteriores me han dejado desarmado. He hablado con gente que vivió la destrucción, cuyas oficinas estaban en las torres. Todos están en un profundo estado de shock. Yo no soy sino un artista visual que trabaja en un museo. Qué pretencioso se siente pensar sobre arte en estos momentos. Qué insignificante es lo que hago en comparación con la magnitud de lo que acaba de pasar. Qué importa si el mundo del arte existe o no con sus políticas, sus inauguraciones de museos, su diálogo interno y obsesivo, en comparación con la lucha de vida o muerte entre culturas que se está gestando en el mundo y que hasta ahora estamos forzados a reconocer que existe. Ahora, más que nunca, el mundo del arte neoyorquino me parece un concurso bizantino para demostrar cuántos ángeles caben en la punta de una aguja.

 

15 de septiembre

 

Mientras paso por la calle Canal, encuentro a una masa de personas que rodean la avenida West Broadway, acordonada por la policía. Al final de la avenida se puede divisar una columna de humo donde estuvo alguna vez el World Trade Center. La gente en la calle (americanos, europeos, japoneses) está armada con cámaras digitales, videocámaras y binoculares. Tratan incansablemente de fotografiar lo mas cerca posible el sitio de la tragedia, preguntando por todas partes cuál es el mejor punto para ver la zona de desastre. Llevan bajo los brazos todo tipo de souvenirs con la imagen de las torres gemelas: postales, globos de nieve, ceniceros, carteles y réplicas de plástico. Cualquier imagen de Nueva York en la que aparezcan las torres se ha convertido en una rareza arqueológica.

 

Los vendedores ambulantes no han perdido un minuto para la ocasión. Como por arte de magia, sus puestos están llenos con mercancía recién hecha: banderas americanas con la fecha del 11 de septiembre, con los lemas tradicionales: »God bless America«, »United we stand«. Luego veo a un vendedor (irónicamente, parece de ascendencia árabe) de camisetas con el titulo de los reportajes de CNN, »Attack on America«, sobreimpuesto a la bandera americana y la imagen de las torres gemelas. La gente se abalanza a comprar las camisetas. Quizá se conviertan en objetos de coleccionista, como la edición del 12 de septiembre del New York Post, que ahora está en subasta en E-bay.

 

3 de septiembre, 2001

(anotación efectivamente escrita antes de las anteriores)

 

Estoy en un café Internet en el centro de Zagreb, en Croacia, una triste noche de domingo lluvioso. Mañana debo tomar un avión a Londres y de ahí otro a Nueva York. He estado en Europa del este por unos cuantos días y ahora trato de articular los sentimientos encontrados que me incomodan. De alguna manera he estado reprimiendo el impulso de percibir esta ciudad como un enorme cuadro de Edward Hopper. En este café Internet me siento como uno de los personajes de »Nighthawks«, gente que busca una pequeña conversación en una ciudad que parece vacía y fantasmal.

 

Regreso a la casa a través de la plaza Jelacic y del bello parque frente a la estación de trenes, pensando que Zagreb es en realidad un gran escenario para la nostalgia. Grandes edificios de la época del imperio austro-húngaro son testimonio de un pasado vigoroso, y sin embargo nada en la ciudad actual parece tener vitalidad alguna. Croacia ha emergido victoriosa de una de las guerras civiles más sangrientas del siglo veinte, que sigue de hecho desarrollándose en Macedonia. Los costos de esta guerra no sólo han sido económicos, sino sociales y culturales. El país, pequeño que es, lucha dolorosamente por recobrarse y establecer su identidad nacional, rescribir su historia y encontrar su lugar en el mundo.

 

Veo a la gente paralizada por los fantasmas del pasado. Prolifera aquí el chat digital a través de teléfonos celulares, que la gente practica sentada en los cientos de cafés de la ciudad. El mundo cibernético y las telenovelas son aparentemente la única vía de alivio para la mayoría de la gente. Creo ver en esto los principios de una sociedad que depende de la industria del entretenimiento, como es abrumadoramente el caso en Estados Unidos. Me digo a mí mismo que afortunadamente el arte no es víctima del mercado como en América. Pero a la vez la creatividad de la ciudad parece estar en un estado de depresión, de nostalgia paralizante, donde hacer arte no parece tener sentido. No hay crítica, ni instituciones que promuevan un diálogo animado y actual sobre el arte. ¿A quién le puede interesar crear así, en el vacío? Y sin embargo, ¿no es este el momento en que es más necesario crear, precisamente cuando una ciudad necesita más energías? Qué desafío más grande hay aquí. Creo que nunca seré capaz de entenderlo, a menos que algún día experimente mismamente una tragedia como la que la gente aquí ha vivido. Quizá.

 

Restauraciones Nostálgicas

 

En el vuelo de regreso a Nueva York leí un libro reciente de Svetlana Boym, El futuro de la nostalgia. Es un estudio brillante de la relación conflictiva de los rusos con su pasado soviético. Particularmente, hace un análisis del virtual »Palacio de los Soviets« en Moscú: un gran proyecto estalinista que buscaba simbolizar la ambición soviética. El palacio jamás se materializó, aunque la ciudad moderna se diseñó alrededor del sitio en que iba a construirse, y éste siempre estaría presente en la vida de los rusos. Antiguamente, el espacio correspondía a la iglesia de Cristo el Salvador, erigida por el zar Alejandro I y demolida por Stalin para construir su gran palacio, que buscaba ser una respuesta al Empire State Building y a la estatua de la libertad. Con el advenimiento de la segunda guerra mundial y luego la muerte de Stalin, la construcción del palacio se pospuso. En los años cincuenta, el espacio se usó para una alberca climatizada gigante. Finalmente, en los años noventa, se hizo una recreación de la catedral original, erigida por el alcalde en conmemoración del 850 aniversario de Moscú. La reconstrucción de la catedral generó un gran debate sobre si tenía sentido reconstruir lo que una vez había estado ahí. Incluso hoy, con la nueva catedral en el lugar, el sitio sigue teniendo un significado particular para los habitantes de la ciudad, y la ausencia del palacio de los Soviets sigue ejerciendo el poder de la nostalgia de aquello que nunca existió.

 

Como dice Baudrillard en su libro Simulaciones, cuando una realidad cesa de existir es reemplazada por una proliferación obsesiva de mitos de origen, un proceso de idealización de lo que se ha desvanecido: la nostalgia. Las miles de reproducciones de las torres gemelas en los medios, en los souvenirs comerciales, en las fotos y videos de los turistas, representan nuestro intento de sublimar el pánico de la ausencia. Para la mayoría de los americanos -particularmente las generaciones jóvenes de clase media y alta- la violencia ha sido siempre una abstracción, relegada a los barrios y ghettos. La muerte aquí ha existido sólo en medios nacionales, con el rostro de asesino psicótico, y ha sido idealizada por Hollywood, nunca vivida de la manera en que aconteció ahora en el World Trade Center. La ausencia de las torres es, en realidad, evidencia del enorme vacío existencial que la sociedad americana tiene que llenar. Sin gran convicción, la gente trata de exigir al gobierno americano que encuentre a los culpables. Pero la estrategia tradicional del Big Brother para encontrar al culpable no será satisfactoria esta vez, porque el autor del crimen es un grupo intangible de terroristas y ajusticiarlos contribuirá muy poco a cerrar la herida.

 

Los inversionistas originales de las torres gemelas han anunciado que quieren reconstruir los edificios. Como en el caso de la catedral moscovita, la reconstrucción tendrá significado simbólico. Sin embargo, su naturaleza artificial no podrá restaurar la grieta psicológica en los ciudadanos de este país.

 

Des-virtualizar

 

Ante nuestro miedo a la verdadera nada, en los Estados Unidos regresamos a lo que mejor sabemos hacer: comprar. »Attack on America« es el encabezado del espectáculo que vivimos ahora y que se desarrolla – o más bien, se mueve en círculo vicioso – frente al televisor. Consumimos ávidamente todo tipo de imágenes e información. So pretexto de conocer los últimos desarrollos de los acontecimientos, nos sentamos futilmente frente al monitor, viendo una y otra vez las mismas imágenes trágicas del avión estrellándose contra la torre, las torres derrumbándose, los bomberos corriendo a salvar gente, el alcalde Giuliani dirigiéndose gravemente a la ciudad. Poco importa que estas imágenes sean prácticamente las mismas y se repitan ad nauseam; después de todo, su repetición infinita nos ayuda a superar nuestra nostalgia de lo real, a insensibilizarnos hasta llegar al nivel cómodo de percibirlo como »irrealidad virtual«. Durante la década de los noventa, construimos cuidadosamente un mundo en el que borramos los límites entre lo virtual y lo real, al grado de no ver la diferencia. Ha sido necesario un acontecimiento como éste para recordarnos la distinción entre ambos.

 

Este fin de la inocencia ha golpeado particularmente a un sector de la sociedad americana que creía fervientemente en la invulnerabilidad de sus instituciones: los profesionales jóvenes. Han creído ingenuamente de que todo es bueno en el mundo, que los relatos históricos terminan bien, y que nada trascendental ocurre fuera de la burbuja de clases. La diferencia social, la miseria y la existencia del resto del mundo nunca han importado realmente ni marcado una diferencia en sus vidas.

 

Después de un plácido letargo de indiferencia a la realidad, nuestra interpretación de lo que es la guerra (más parecida a la guerra de las galaxias) y nuestra ingenua percepción del mal deben finalmente reconocer que la comunidad global de veras existe. Como en otras partes del mundo, como la guerra civil en los Balcanes, o el terrorismo en Europa y Latinoamérica, hemos recibido finalmente nuestra porción de realidad.

 

El 11 de septiembre, el muro de Berlín americano finalmente se derrumbó, y lo que se encuentra del otro lado es el resto del mundo.

 

Despertares

 

Como alguien que se mueve en el mundo del arte, en el que en teoría creamos para criticar y enriquecer la cultura y ayudar a entender nuestra realidad, veo ésta como una oportunidad para despertar de una vez por todas. En una época en la que el quehacer artístico está prácticamente regido por nuestro deseo de status y éxito político y económico, un acontecimiento como éste nos urgentemente a darle finalmente le un nuevo sentido de propósito al arte. Tenemos la opción de hacer un tipo de arte que sirva sólo como continuación al escapismo remunerable, o uno que sea realmente significativo y relacionado con la realidad.

 

Su nuevo propósito, creo, es humanista, pero debe estar arraigado en un reconocimiento personal interno. Recuerdo al personaje de la película American Beauty, uno de los más estremecedores de los últimos años en Hollywood, porque encarna las fantasías americanas de rebelión personal. Pero la razón por la que se convierte en una figura tan importante no es que rompa los patrones de comportamiento de la nación suburbana, o que vuelva a adoptar sus instintos más primarios. La parte más importante -y creo yo, la verdadera fantasía americana- es que al final llega un punto de paz consigo mismo ante la muerte. Un paz de índole exclusivamente personal y no arraigada en la pertenencia a una religión o un grupo. El personaje muere solo y muere feliz.

 

Esta es la paz que realmente hemos perdido. Quienes pertenecemos a una generación que nunca ha creído realmente en nada sustancial, encontramos ese lote baldío más doloroso que nunca. Pero tenemos la oportunidad de entender y confrontar por fin ese miedo. La siguiente guerra en los Estados Unidos no debe librarse contra un enemigo externo, sino contra nuestras propias mentes y contra nuestro peor enemigo, que ejerce en nosotros la tiranía del solipsismo. El cráter vacío donde estaban las torres gemelas, en vez de ser nostálgicamente reconstruido como la catedral rusa, debe dejarse vacío, en conmemoración del momento en que realmente despertamos. Si somos capaces de adoptar este desafío en nuestra manera de pensar, ninguna torre ausente puede resultar amenazadora, ni ningún miedo por la nostalgia, ni la necesidad de algún bien material que nos conforte. Quizá podamos vivir en paz con nosotros mismos y con los otros.

 

 

Haciendo Himnos entre Ruinas

(Un muro de Berlín americano – 2)

 

 

¿qué yerba, que agua de vida ha de darnos la vida,

dónde desenterrar la palabra,

la proporción que rige al himno y al discurso,

al baile, a la ciudad y a la balanza?

 

Octavio Paz, »Himno entre Ruinas«

 

Días después del atentado contra el World Trade Center recibí la llamada de un conocido, típico artista del medio social neoyorquino. Me preguntó la frase de cajón entre artistas neoyorquinos: »¿en qué proyectos andas trabajando ahora?« Respondí que en ninguno, porque los acontecimientos de la semana pasada me habían dejado devastado, y no veía sentido alguno en producir arte en ese momento. Me preguntó entonces si había leído un artículo de Carol Vogel en el New York Times sobre el arte producido durante la guerra. »Ha habido grandes obras producidas en tiempos de guerra. Podrías basarte en esa tradición«.

 

Sin duda, quienes trabajamos en la producción de arte nos convertimos, de la noche a la mañana, en »artistas trabajando en periodo de guerra«, aunque sea sólo nominalmente. Pero no podía creer el oportunismo inherente al comentario de mi amigo, y que a él mismo le pasó inadvertido. De inmediato imaginé con fastidio anticipado lo que se vendría en los próximos meses en nuestro medio: muchas exposiciones sobre guerra y política, imágenes de torres destruidas, testimonios de víctimas, comentarios profundos sobre la tragedia de la humanidad, escapismo idílico.

 

Nada de malo hay en que una experiencia tan traumática desemboque naturalmente en todo tipo de respuestas artísticas. Después de todo, el arte es una forma de exorcizar las obsesiones colectivas. Es también normal que todo el arte político que está por aparecer sea en unos casos inteligente, en otros trivial y hasta meramemente oportunista. Por desgracia, y dejando de lado de sus méritos estéticos, apostaría a que la producción de gran parte de estas obras responderá no a una auténtica preocupación social sino a la perspectiva de conseguir reconocimiento por abordar un tema de relevancia. Tal es el ejemplo de mi amigo, para quien no se trataba -como revelaba con toda naturalidad- de cambiar actitudes sino simplemente de cambiar el tema de las obras.

 

Desde ese momento he dudado si el medio artístico realmente comprenderá el significado de los incidentes del 11 de septiembre, y si los artistas seremos capaces de adoptar un nuevo papel en los cambios que esto ha producido. Porque el arte contemporáneo nunca se sintió más irrelevante que inmediatamente después de este incidente.

 

Es importante recordar que este acto terrorista no es la mayor tragedia que ha visto el mundo: basta con recordar los genocidios en Ruanda, la limpieza étnica de los kurdos, la guerra civil de la Ex-Yugoslavia o, especialmente, la bomba atómica sobre Hiroshima. Pero aunque muchos artistas han procurado que sus obras sean respuestas a situaciones sociales reales, el mundo internacional del arte ha tendido a distanciarse de estos incidentes y ha mantenido su sistema de vida fuera de estos hechos, como en un suburbio cultural. Pero el 11 de septiembre será otra historia. Cuando un terremoto sacudió a Turquía el año pasado, se decidió seguir adelante con el proyecto de la bienal de Estambul, puesto que se consideró negativo privar al público de un acontecimiento que podría al menos hacerlos olvidar la crisis. Se trataba de un desastre natural, algo que estamos mucho más preparados para aceptar como parte de la vida, y el arte cumple una misión fundamental como paliativo al sufrimiento. Sin embargo, cuando ocurre un acontecimiento como el del 11 de septiembre, la misión del arte es mucho mayor que el de simplemente proveer una ventana para el escapismo.

 

El acontecimiento tiene una relevancia particular para la producción artística porque ocurrió en Nueva York, el principal centro de exhibición del arte contemporáneo. Aquí se encuentran las mejores y peores exageraciones del arte, ha sido también el lugar de choque entre realidades brutales y la obstinación por no querer reconocerlas.

 

En una cita que causó una controversia internacional, Karlheinz Stockhausen dijo que el incidente del World Trade Center había sido la mayor obra de arte jamás hecha. Cualquiera que haya sido el contexto del comentario del compositor alemán (y que le ha causado muchos problemas), seguramente se refería a que el impacto de este acto terrorista sobrepasó la magnitud de cualquier otra experiencia, artística o no. De cualquier manera, este terrible atentado hizo evidente como nunca antes el papel marginal del quehacer artístico en nuestra sociedad. Después de casi una década de virtualidad, un golpe de realidad nos obligó a reconocer la caída de nuestra torre virtual de idilios con experiencias imaginarias.

 

O al menos eso parecía. Desafortunadamente, y después de tal visión mundial de la realidad más horrible, el gobierno de Estados Unidos respondió histéricamente, volviendo de inmediato a la virtualidad con el fin de lograr el control del público, fácilmente manipulado por los medios. No es ningún secreto que el publico norteamericano en general se encuentra seguro en la irrealidad. Así, fuimos testigos de un desfile inverosímil de comentarios santurrones sobre la determinación y el poder de los Estados Unidos, la garantía de que todo estaba en orden y los culpables serían castigados. La falta casi completa de autocrítica de los medios, la ausencia casi absoluta de introspección nacional, fue escandalosa en casi todos los medios de noticias norteamericanos. En ningún lugar se discutió si el atentado era la respuesta natural a una serie de acciones arbitrarias de los gobiernos de Estados Unidos, específicamente dirigidas al medio este.

 

El medio del arte, por su cuenta, siguió las líneas de este comportamiento general y acrítico de manera confusa, lenta y desorientada. La reacción de los museos, las galerías y los artistas de Nueva York fue, en el mejor de los casos, homogénea y predecible. Aunque muchos lugares cerraron o hicieron gestos simbólicos para reconocer la tragedia (en muchos casos similares a los del »día sin arte« por el sida), la mayoría de las inauguraciones previstas se realizaron, y después de una semana era ya evidente el esfuerzo por volver a hacer las cosas como siempre se habían hecho. El mensaje implícito del mundo artístico resultó ser algo así como »sí, esto ha sido una tragedia, y estamos conmovidos por ella, pero la vida debe continuar y debemos confiar en el poder curativo del arte para seguir adelante«. Mientras tanto, las verdaderas expresiones culturales a flor de piel ocurren en plazas públicas: Times Square, Union Square, Washington Square, y en las estaciones de bomberos. La ciudad entera se convirtió en un camposanto, una ofrenda en memoria a los muertos. ¿A quién podía interesarle ver una instalación de video en un museo?

 

Para los que sí pusieron atención, los dos fundamentos principales del mundo del arte -el individualismo y el comercio- han sido en cierto modo atacados también por los aviones terroristas. En el intento de preservar nuestro mundo artístico post-histórico, decidimos no adoptar la concepción artística de Beuys, con su misión social y su deseo de cambio, sino más bien el cinismo warholiano, donde el dinero y la fama son sin duda la base de todo. Ningún otro valor ha sobrevivido tan poderosamente, y cuando alguno más se hace presente, los otros dos ocupan indefectiblemente un lugar prioritario. Con pocas excepciones, la conciencia social se ha vuelto ilustrativa, a manera de conceptualismo ornamental. Las verdaderas misiones sociales en el arte dejan de ser moda, o dejan de ser económicamente viables, cuando su enfoque no es el motivo ulterior: transformarlo, a fin de cuentas, en producto.

 

Nos planteamos el objetivo urgente de redefinir la producción artística de hoy en un momento en que ya veníamos experimentando un agotamiento de creencias y un manierismo formal sostenido en parte por el mito de lo virtual. Para las generaciones de artistas jóvenes, el término »virtual« cobró una importancia esotérica equivalente al término »conceptual« de hace una década: el término de »apellation controlee« de cualquier buen arte. Fue la reflexión natural en un clima generacional donde la distinción entre lo real y lo imaginario desapareció casi por completo. Los reality shows y películas como The Truman Show, Being John Malkovich, y The Matrix fueron la culminación de este fenómeno.

 

Nuestra falta de contacto con la realidad se muestra inmejorablemente en la respuesta de los campus universitarios, que en décadas pasadas fueron los mayores epicentros del movimiento antimilitarista y esta vez han reaccionado en forma poco informada, desordenada, desigual y a veces hasta indiferente. Mientras algunos estudiantes claman por la paz, otros apoyan la intervención americana, y gran parte se desentiende. Este distanciamiento no es tan diferente al del artista promedio de hoy: estamos dispuestos a tratar temas difíciles y de peso, no a arriesgar nuestra posición jerárquica en el mercado competitivo del mundo del arte. La preocupación por subir en la escala jerárquica supera en mucho a los credos liberales que nos jactamos de tener.

 

La vida debe continuar, y el arte debe seguir produciéndose. Pero las cosas ya no pueden ser iguales. Más claramente que nunca vemos como el mundo del arte se ha convertido en una fortaleza medieval dentro de la cual invocamos los grandes conceptos e ideas de la creación. Hoy, una situación drástica requiere medidas drásticas. Si hemos de reconocerlas, habrá que hacer muchos cambios significativos y desarmar muchas estructuras convencionales. De no hacerlo, y si solo continuamos nuestra displicente fiesta privada, nuestro futuro es volvernos irrelevantes ante la historia, de la misma manera en que la historia nos ha parecido irrelevante a nosotros.

 

El 11 de septiembre ha sido posiblemente el día de la defunción efectiva de la noción ingenua de la aldea global, y del redescubrimiento del mundo actual. Irónicamente, la precariedad del viaje por avión nos ayudó a darnos cuenta de que, después de todo, el mundo es de veras muy grande y estamos separados en vastas regiones culturales. Y es a través del diálogo artístico como cierta comunicación cultural podría ocurrir. Pero para que el mundo del arte logre reinventarse y convertirse en un área de actividad que realmente marque una diferencia en el sistema de la producción cultural, debe haber una revisión de valores. Hay que buscar la manera de separar los intereses humanos de los económicos. Debe abandonarse la dependencia del protagonismo. Deben abandonarse la retórica interna y la falta de compromiso externo con el publico en general. Finalmente, el arte quizá deba redefinirse dentro de otra área de actividad, y posiblemente liberarse del lastre de algunas de sus acepciones históricas. Pero ante todo, debe ser el resultado necesario de experiencias vitales, en vez de estas ser un pretexto para hacer arte.

 

Los incidentes de estos días deberían guiar nuestros esfuerzos para comprometernos a desarrollar un nuevo humanismo. Octavio Paz, uno de los pocos poetas modernos que intentó armar un puente entre Oriente y Occidente, creía en el poder transformador y revolucionario de la poesía y su habilidad de iluminar complejidades culturales que ninguna otra área era capaz de hacer. Parafraseando a Paz en su poema, debemos de encontrar esa fuente de agua que nos ayude a infundir vida al arte de nuevo, para que cobre sentido de nuevo para nosotros. Y qué mejor manera que dirigiendo nuestra mirada al mundo de verdad?

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