Posada (1998)

Ninguno de nosotros queríamos ir a la posada de la casa del Simio

pero a todos nos obligaron, pues habían preparado según ellos una danza

lidereada por Rayek. Nadie nos había preparado para lo que pasaría esa

noche nefasta. Deberíamos haber sospechado cuando vimos que los vellos

púbicos del Simio servían de heno para el pesebre, y bajo las linternas

rojas nos esperaba en la puerta la china que se perdió. Las cobijas

eléctricas de la tienda de junto estaban de barata. Yo siempre había

querido una cobija eléctrica, pero me dió pena comprar una entonces y

entrar a la casa con la cobija bajo el brazo. Me dolía el estómago de

los nervios pero no hicimos caso y entramos (yo y el Bolillo), donde nos

recibió el ruido de las frituras y el rumor de todo el grupo de gente

que ya había llegado. Llegaron los borregos amaestrados que comenzaron a

cantar villancicos feos pero conocidos. Hacía un frío Finlandés, pero no

había samobares ni se iba a organizar una sesión de sauna obligatorio,

como lo había prometido el Simio; (yo sólo había ido para ver a las

chavas desnudarse) y yo me deprimí de inmediato. Siempre eran así estas

cosas, que se anunciaban como los grandes eventos y terminaban siendo

las fiestas más aburridas. Los mazapanes sabían a rayos pero nos tuvimos

que aguantar a que se presentara el programa, que comenzaría con la

danza de Rayek, seguiría por el show mediocre de la Suprema Filósofa (

que no sabía actuar pero que todos se lo perdonaban porque tenía buen

cuerpo, porque siempre llevaba ropa interior roja y porque sus

presentaciones siempre terminaban en strip tease) y la conferencia final

sobre las moscas por el profesor Heidegger con diagramas y todo. La

atracción adicional que había prometido el Simio era subirnos a ver a su

tía catalana, loca y anciana, que había sido diva en 1918 y que siempre

cantaba encerrada en su cuarto. Eran otros tiempos, esos. La leche ya no

se vendía en recipientes de plomo. El simio había hecho un bello pesebre

con patos de hule y esponjas rosas, pero algo le faltaba para acentuar

el espíritu navideño. En realidad algo muy importante faltaba, pero los

organizadores de la posada no parecían, o querían, advertirlo. Pronto

comenzó a prepararse todo para la danza de Rayek que se estaba alistando

en el baño. “Es que usa cinco capas de maquillaje y se viste como Walter

Mercado”, dijo el Simio. En ese momento comenzó a llegar el ponche, del

que todos nos comenzamos a servir. A mí no me gusta el ponche y no lo

probé (era obligatorio tomar, pero yo nada más hacía como que tomaba),

aunque el Bolillo dijo en ese momento que el ponche tenía un sabor

lejano a astringosol. Recuerdo que en ese momento le comenté al Bolillo

algo así como que este tipo de reuniones ya no tenían ningún sentido,

que hace diez años nos divertíamos un montón pero que ahora todo parecía

forzado y que el Simio era un pobre diablo. El Bolillo dijo algo así

como que valía la pena tan solo para ver a la Suprema Filósofa, que

todavía estaba muy bien y que no había engordado tanto como las otras

chavas, y que seguramente ella era la única razón por la que el Simio

organizaba estas cosas en su casa.

Pero en medio de uno de los villancicos, alguien lanzó un alarido, que

se combinó con los cantos de los borregos. Abriendo temerosamente la

puerta del baño, se vio a Rayek tirado en el suelo, vestido

efectivamente como Walter Mercado, pero muerto y con la cabeza metida en

el escusado, flotando. ¿Quién fue el maldito? Gritó furioso el Simio.

Todos corrieron a ver el nefasto crimen. ‘Nadie puede salir– dictaminó

la Suprema Filósofa, que no advertía que la temperatura estaba subiendo

desproporcionadamente en la casa, a pesar de que las gotas de sudor

corrían deslizándose por sus senos levantados por su pushabras rojo.

“Hace calor”, murmuró la china que se perdió, pero inmediatamente el

Simio le soltó una bofetada con una licuadora – la misma con la que

había hecho el ponche. “Aquí nadie se me alebresta”, dijo como caudillo,

mientras todos (incluyendo los becerros) guardaban silencio, con

excepción de la tia anciana que seguía cantando en catalán. Mientras,

el profesor Heidegger comenzaba a impacientarse por no poder dar su

conferencia sobre las moscas, y dijo: “no llamen a la policía: hay que

seguir con el programa”. Ante el azoro de todos, el Simio estuvo de

acuerdo y nos ordenó que tomáramos nuestros asientos, que el show debía

de continuar y que después de tanta planeación la muerte de Rayek no

podía venir a joderlo todo. El calor era ya insoportable, y no había más

que ponche agrio que todos seguían tomando nomás por no dejar. Se

decidió que el programa iba a cambiarse y que antes de la presentación

de la Suprema Filósofa se presentaría la conferencia del profesor

Heidegger (de haber sido de otra manera, todos nos habríamos ido antes).

Se apagaron las luces y Heidegger comenzó a mostrar transparencias de

moscas africanas y polacas. La Suprema Filósofa se sentó a mi lado, con

su coquetería de siempre, restregándose contra mi muslo y ante el seguro

enojo del Simio, que estoy seguro que me veía de lejos. Heidegger usaba

su tono de voz cansado y monótono para describir las relaciones sexuales

entre las moscas, lo cual daba paso a que todos perdiéramos la

concentración y nos pusiéramos a pensar en el siguiente acto,

imaginándonos repetidamente a la Suprema Filósofa quitándose su brasier

rojo. La conferencia llevaba unos cuarenta minutos, y entre la monotonía

de la voz de Heidegger y los borregos que ya se habían desbandado por

la casa, nadie había advertido que la china que se perdió, tirada en el

suelo, estaba tomando poco a poco el color de la cara de Rayek. De

hecho, y a pesar de la oscuridad, sentí que todos comenzaban a

empalidecer ante mis ojos, incluido el Bolillo, y yo comencé a presentir

que la gente a mi alrededor comenzaba a adquirir un adormecimiento que

iba más allá del aburrimiento normal de una conferencia sobre moscas. Al

tocar el brazo del Bolillo y sentirlo totalmente frío y duro, al igual

que el de la Suprema Filósofa que estaba sentada a mi izquierda,

comprendí lo que estaba pasando. Con mucho cuidado, comencé a calcular

mis opciones. El Simio estaba cruzado de brazos, parado al fondo del

cuarto, listo para forzar en su asiento a quien quisiera escapar. Por

fortuna, el cable del proyector pasaba por debajo de mi silla, que a la

vez estaba cerca de la ventana que daba al patio. Mientras Heidegger

comenzaba a hacer un paréntesis para hablar sobre los moscos, en espacio

de un segundo jalé con toda violencia el cable, que no sólo apagó el

proyector sino que lo hizo caer violentamente sobre el suelo y alebrestó

a los borregos – ya todos los demás estaban muertos – y el Simio exclamó

algo en el momento en el que me arrojé a la ventana hacia el patio.

Corrí con todas mis fuerzas mientras advertí que sangraba y que alguien

estaba persiguiéndome, pero libré la barda de la casa, pasé la tienda de

cobijas eléctricas y corrí hasta el metro más cercano, oyendo de lejos

la voz desquebrajada de la tía que cantaba una canción de amor de una

zarzuela catalana, temiendo por mi vida, pero más que nada entristecido

por la estupidez del Simio, que nunca supo expresar sus sentimientos por

la Suprema Filósofa y al que lo único que se le tenía que ocurrir fue

envenenar el ponche para tratar de recuperar inútilmente una época de

experiencias colectivas.

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