Poemas en prosa de Rodolfo Limonini (2001)

RODOLFO LIMININI*

*(Rodolfo Limonini es un heterónimo)

Poemas en prosa ( hacia 2001)

La barba ya no está engrapando mis visiones fenomenológicas, ya te lo había dicho enfáticamente el mismo día que fuimos a nadar a la alberca de esponjas con una Agata Christie lluviosa. Tu rufianismo nunca quiso admitir que la malteada de Sanborns era en verdad un existencialismo tardío, como notó amablemente la mesera que vio el papel arrugado en tu mano, con el teléfono de la casa del elefante blanco que amaste toda tu vida, confiésalo ya. Pero no, sé muy bien que no me dirás ya jamás la verdad de lo que sucedió en ese otoño húngaro de 1934, cuando te desnudaste bellamente antes de la guerra de chabacanos en medio del desierto naranja donde sólo había un espejismo de agencia de viajes vendiendo ese Dr. Pepper fabuloso que siempre beberé, gota a gota. Yo solo esperaba humildemente bailar despreocupadamente en el salón rojo detrás de Bellas Artes, salchicha en mano, listo para comer chongos zamoranos a las cinco de la mañana. Pero me tuvieron que llegar, como fantasmas irredentos, los aforismos telefónicos fatales: que la vida no es sino un zoológico mercadotécnico de plátanos presidenciales en vías de histeria, que los globos alucinógenos nunca han servido para aliviar el mal de bolsillo en situaciones de emergencia ranchera, que los tigres búlgaros nunca han ido a la gasolinera a cantarle a Chabuca Granda. Quién diría que esas nubes neoclásicas sabrían más de rumba de que coñac mortuorio sin huevos. Sólo diré que desde la cena en el hospital, mientras veía los vochos distraídos pasar por el cristal azul, pensé que ese gris de película nunca sería un techo maternal de rayas y lloré, lloré, lloré amargamente mientras abrazaba a mi única hormiga, sabiendo que las cosas nunca volverían a saber a cajeta, ni que las palelocas volverían a ser naranjas y moradas como en la casa de Palas.

Herencias Gitanas

La primavera es un dolor estomacal. He pensado que los cristales no ayudan a especializarse en las mareas del metro. Hemos calculado el diámetro final del taco de buche, los agujeros de la caja de huevo.  No me pongas por favor ese cronómetro en la nariz, no vale la pena. Yo siempre prefiero quedarme en el cuarto de servicio, cantándole arias de Meyerbeer a los mosaicos amarillos. El chiflido está aún en el aire, cargado de novelas románticas, de globos con sabor a pez, de colores que remiten al tren que perdimos, al que nos dejó encerrados en la estación, y aquél que tomamos con dudas pero del que nunca pudimos bajar.

Poemas chinos
Caen los pecados desde el cielo barroco. Los siglos nos persiguen, nos lavan las orejas desde ayer. Sé que soy pecador de malvaviscos, y que vendo raspados de poesía chilanga. No te asomes a los muros despellejados de mi licuado de fresa, ni tampoco me digas que el barandal rojo es en realidad un lunar medieval. Cuando llegaron todos los perros con sus chinos y sus narices de cartón pensé  que me lo decías de broma. Pero la verdad es que los ríos de leche condensada no sirven ya para NADA, ni de nada me han servido las gomas de borrar que te tragaste mientras tratábamos de descifrar la gota de agua que caía de su barbilla. Tu imbecilidad es mayor que la de un post-it nocturno, tu sudor genera corrientes ultra trágicas en mi vida de comprador empedernido de super. Las calles se ven azules desde aquí, pero solo porque el perro viene ladrando desde las cuatro de la mañana y porque la niebla hace que la escuela vaya a comenzar clases tres horas antes. Las mujeres japonesas me regalan todos sus frijoles espirituales, lo confieso. Tengo ganas de vivir en una foto en el que bailen eternamente un parque, una esponja rosa y una chava mojada con sus pezones parados. Las clases de matemáticas solo sirven para ponerse a desear a la maestra y para agarrar el tranvía de los colchones. La cola de las tortillas siempre ha discutido tácitamente a Hegel, pero ahora que la tele ha llegado ya ni el mecánico es capaz de recitar las guerras del peloponeso. Quizá solo las plantas, las plantas solo, sepan lo que significa mascar el chicle de la presencia, ahora que todos dejamos nuestro sombrero en el Burger Boy de la esquina mezclado con huevos. Si no sabíamos dibujar el cuatro durante el recreo lo unico que nos quedaba era poner los kleenex en la lavadora y pasarnos el resto de la noche limpiando el sueter de lana. Pero ni a pesar de que yo haya esperado en el Auditorio Nacional, ni a pesar de que la cantera es una roca que se convierte en lagartija solar, ni a pesar de que cada vez que espero el camión alguien siempre me gana me dan ganas de orinar, he podido darme cuenta que ese color prismacolor verde me tenía guardado un secreto brutal para cuando llegara la lluvia.


Los celos funestos algodonosos nunca nos llevarán a ninguna parte, opinó Fu-Xia Min mientras limpiaba las hojas y pelos sucios el estanque azul del Onán. Las plumas rojas del avestruz famoso no podrán estorbar en mi boutique fantástica, pero tampoco en la almohada electrónica que todos los días tocamos como guitarra, lentamente, en aras de un hipocampo mundial.  Era de noche y la tienda hermafrodita comenzaba a cerrar sus collares de oro persa. Para mi desgracia, tenían que evitarlo ante todo, aunque perdiéran la razón, aunque su boba poesía maraqueña dejara de existir para siempre. Corrieron todos cargando el colchón, algunos desnudos, pegándose en las caderas con los corvettes que pasaban llenos de padrotes hindús. Dieron las trece. Las estrellas de cine nos miraban mientras que las almohadas de arroz no sabían que hacer sino seguir oliendo. El resto sólo fue masacre, carnes rosadas volando por las columnas cinéfilas, agua del caño que brotaba de las fauces citadinas,  ratas leprosas que lamían lo que quedaba del pudín podrido de fresa. Todo fue rojo y cibernético, como la casa de Tron, por trece segundos. Luego vinieron los cocodrilos limpiadores para hacerse cargo del silencio. No quedaron sino algunas multas naranjas, algunos calzones amarillos que alguien aventó en la euforia, mis malvaviscos regados por todas partes y el collar imaginario que nadie encontró. Nada mejor, concluyó irritantemente Fu-Xia Min, para el desasosiego del alma portuaria, que busca botones de muestra en cada tienda de a dólar, cuando en realidad uno come bolillos rellenos de arañas.

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